Emilia

La adelantada fuiste tú en la tierra

a sonreír desde la cuna,

tú, nuestra adelantada hoy en el cielo,

rica de primogenitura.


Si la primera entre los diez hermanos

fuiste en la cuna y en la tumba,

más crecida entre todos, nos preparas

en nueva casa nueva cuna.


Hoy es 15 de agosto y es el día

en que María el cielo surca;

que Ella te diga que en ti espero y pienso,

tú, su azucena en las alturas.


Yo era un niño de meses, tú una infanta,

virgen de musas y de músicas.

Entre tus brazos de soñada madre

tú me estrechabas con ternura.


Durante trece meses que mi lengua,

pétalo apenas que se curva,

no supo articular la santa sílaba

que leche y madre clama y busca,


fuimos tú y yo de padre y madre hermanos

—nuestra mudez, madre profunda—

y al pensar que ya pronto me perdías,

más me robabas cada luna.


Tú chapuzabas en mis ojos nuevos

tus ojos fijos de preguntas

y hablaban con las mías tus pupilas

voces de arroyo que susurra.


Al jugar tu recelo y mi inocencia,

mi transparencia con tu angustia,

sentías derramarse en tus entrañas

mil cataratas de clausura.


El mundo para ti se te abreviaba

entre mantillas y entre espumas;

mis puños sonrosados que esgrimía

eran tus flores, sólo tuyas.


¿Cómo de aquellas pláticas sublimes

la clave hallar que las traduzca,

de aquellas letanías de amor puro,

de amor que lleva a la locura?


El padre y los hermanos nos miraban

y se asomaban a la cuna,

al umbral del misterio doloroso

de aquella sima taciturna.


¿Acaso ya sabías, dulce hermana,

dulce doncella sordomuda,

que Dios que te selló boca y oídos

para embriagarte de su música,


desataría un día mi trabada

lengua discípula y adulta?

¿Sabías ya que yo iba a ser poeta?

¿No eres tú, Emilia, quien me apunta?


Gerardo Diego