Soledad

Soledad sabe una copla

que tiene su mismo nombre:

Soledad.


Tres renglones nada más:

tres arroyos de agua amarga,

que van, cantando, a la mar.


Copla tronchada, tu verso

primero, ¿dónde estará?


¿Qué jardinero loco,

con sus tijeras de plata

le cortó al ciprés la punta,

Soledad?


¿Qué ventolera de polvo

se te llevó la veleta,

Soledad?


¿O es que, por llegar más pronto

te viniste sin sombrero,

Soledad?


Y total:

¿qué mas da?

Tres versos: ¿para qué más?


Si con tres sílabas basta

para decir el vacío

del alma que está sin alma:

¡Soledad!


José María Pemán


Emilia

La adelantada fuiste tú en la tierra

a sonreír desde la cuna,

tú, nuestra adelantada hoy en el cielo,

rica de primogenitura.


Si la primera entre los diez hermanos

fuiste en la cuna y en la tumba,

más crecida entre todos, nos preparas

en nueva casa nueva cuna.


Hoy es 15 de agosto y es el día

en que María el cielo surca;

que Ella te diga que en ti espero y pienso,

tú, su azucena en las alturas.


Yo era un niño de meses, tú una infanta,

virgen de musas y de músicas.

Entre tus brazos de soñada madre

tú me estrechabas con ternura.


Durante trece meses que mi lengua,

pétalo apenas que se curva,

no supo articular la santa sílaba

que leche y madre clama y busca,


fuimos tú y yo de padre y madre hermanos

—nuestra mudez, madre profunda—

y al pensar que ya pronto me perdías,

más me robabas cada luna.


Tú chapuzabas en mis ojos nuevos

tus ojos fijos de preguntas

y hablaban con las mías tus pupilas

voces de arroyo que susurra.


Al jugar tu recelo y mi inocencia,

mi transparencia con tu angustia,

sentías derramarse en tus entrañas

mil cataratas de clausura.


El mundo para ti se te abreviaba

entre mantillas y entre espumas;

mis puños sonrosados que esgrimía

eran tus flores, sólo tuyas.


¿Cómo de aquellas pláticas sublimes

la clave hallar que las traduzca,

de aquellas letanías de amor puro,

de amor que lleva a la locura?


El padre y los hermanos nos miraban

y se asomaban a la cuna,

al umbral del misterio doloroso

de aquella sima taciturna.


¿Acaso ya sabías, dulce hermana,

dulce doncella sordomuda,

que Dios que te selló boca y oídos

para embriagarte de su música,


desataría un día mi trabada

lengua discípula y adulta?

¿Sabías ya que yo iba a ser poeta?

¿No eres tú, Emilia, quien me apunta?


Gerardo Diego 

Apunte para una Oda

Desnuda soledad sin gesto ni palabra,
transparente en el huerto y untuosa por el monte;
soledad silenciosa sin olor ni veleta
que pesa en los remansos, siempre dormida y sola.
Soledad de lo alto, toda frente y luceros,
como una gran cabeza cortada y palidísima;
redonda soledad que nos deja en las manos
unos lirios suaves de pensativa escarcha.

En la curva del río te esperé largas horas,
limpio ya de arabescos y de ritmos fugaces.
Tu jardín de violetas nacía sobre el viento
y allí temblabas sola, queriéndote a ti misma.

Yo te he visto cortar el limón de la tarde
para teñir tus manos dormidas de amarillo,
y en momentos de dulce música de mi vida
te he visto en los rincones enlutada y pequeña,
pero lejana siempre, vieja y recién nacida.
Inmensa giraluna de fósforo y de plata,
pero lejana siempre, tendida, inaccesible
a la flauta que anhela clavar tu carne oscura.

Mi alma como una yedra de luz verde y escarcha
por el muro del día sube lenta a buscarte;
caracoles de plata las estrellas me envuelven,
pero nunca mis dedos hallarán tu perfume. (….)


Federico García Lorca



Soneto de la dulce queja

Tengo miedo a perder la maravilla

De tus ojos de estatua y el acento

Que me pone de noche en la mejilla

La solitaria rosa de tu aliento.


Tengo pena de ser en esta orilla

Tronco sin ramas, y lo que más siento

Es no tener la flor, pulpa o arcilla,

Para el gusano de mi sufrimiento.


Si tú eres el tesoro oculto mío,

Si eres mi cruz y mi dolor mojado,

Si soy el perro de tu señorío.


No me dejes perder lo que he ganado

Y decora las aguas de tu río

Con hojas de mi Otoño enajenado.


Federico García Lorca

Se querían.

 Se querían.

Sufrían por la luz, labios azules en la madrugada,
labios saliendo de la noche dura,
labios partidos, sangre, ¿sangre dónde?
Se querían en un lecho navío, mitad noche, mitad luz.

Se querían como las flores a las espinas hondas,
a esa amorosa gema del amarillo nuevo,
cuando los rostros giran melancólicamente,
giralunas que brillan recibiendo aquel beso.

Se querían de noche, cuando los perros hondos
laten bajo la tierra y los valles se estiran
como lomos arcaicos que se sienten repasados:
caricia, seda, mano, luna que llega y toca.

Se querían de amor entre la madrugada,
entre las duras piedras cerradas de la noche,
duras como los cuerpos helados por las horas,
duras como los besos de diente a diente solo.

Se querían de día, playa que va creciendo,
ondas que por los pies acarician los muslos,
cuerpos que se levantan de la tierra y flotando...
Se querían de día, sobre el mar, bajo el cielo.

Mediodía perfecto, se querían tan íntimos,
mar altísimo y joven, intimidad extensa,
soledad de lo vivo, horizontes remotos
ligados como cuerpos en soledad cantando.

Amando. Se querían como la luna lúcida,
como ese mar redondo que se aplica a ese rostro,
dulce eclipse de agua, mejilla oscurecida,
donde los peces rojos van y vienen sin música.

Día, noche, ponientes, madrugadas, espacios,
ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas,
mar o tierra, navío, lecho, pluma, cristal,
metal, música, labio, silencio, vegetal,
mundo, quietud, su forma. Se querían, sabedlo.

Vicente Aleixandre

Unas Pocas Palabras

Unas pocas palabras en tu oído diría.

Poca es la fe de un hombre incierto.

Vivir mucho es oscuro, y de pronto saber no es conocerse.

Pero aún así diría. Pues mis ojos repiten lo que copian:

tu belleza, tu nombre, el son del río, el bosque,

el alma a solas.


Todo lo vio y lo tienen. Eso dicen los ojos.

A quien los ve responden. Pero nunca preguntan.

Porque si sucesivamente van tomando

de la luz el color, del oro el cieno

y de todo el sabor el pozo lúcido,

no desconocen besos, ni rumores, ni aromas;

han visto árboles grandes, murmullos silenciosos,

hogueras apagadas, ascuas, venas, ceniza,

y el mar, el mar al fondo, con sus lentas espinas,

restos de cuerpos bellos, que las playas devuelven.


Unas pocas palabras, mientras alguien callase;

las del viento en las hojas, mientras beso tus labios.

Unas claras palabras, mientras duermo en tu seno.

Suena el agua en la piedra. Mientras, quieto,

estoy muerto.


Vicente Aleixandre

Era un aire suave...

 Era un aire suave, de pausados giros;

el hada Harmonía ritmaba sus vuelos;

e iban frases vagas y tenues suspiros

entre los sollozos de los violoncelos.


Sobre la terraza, junto a los ramajes,

diríase un trémolo de liras eolias

cuando acariciaban los sedosos trajes

sobre el tallo erguidas las blancas magnolias.


La marquesa Eulalia risas y desvíos

daba a un tiempo mismo para dos rivales,

el vizconde rubio de los desafíos

y el abate joven de los madrigales.


Cerca, coronado con hojas de viña,

reía en su máscara Término barbudo,

y, como un efebo que fuese una niña,

mostraba una Diana su mármol desnudo.


Y bajo un boscaje del amor palestra,

sobre rico zócalo al modo de Jonia,

con un candelabro prendido en la diestra

volaba el Mercurio de Juan de Bolonia.


La orquesta perlaba sus mágicas notas,

un coro de sones alados se oía;

galantes pavanas, fugaces gavotas

cantaban los dulces violines de Hungría.


Al oír las quejas de sus caballeros

ríe, ríe, ríe la divina Eulalia,

pues son su tesoro las flechas de Eros,

el cinto de Cipria, la rueca de Onfalia.


¡Ay de quien sus mieles y frases recoja!

¡Ay de quien del canto de su amor se fíe!

Con sus ojos lindos y su boca roja,

la divina Eulalia ríe, ríe, ríe.


Tiene azules ojos, es maligna y bella;

cuando mira vierte viva luz extraña:

se asoma a sus húmedas pupilas de estrella

el alma del rubio cristal de Champaña.


Es noche de fiesta, y el baile de trajes

ostenta su gloria de triunfos mundanos.

La divina Eulalia, vestida de encajes,

una flor destroza con sus tersas manos.


El teclado harmónico de su risa fina

a la alegre música de un pájaro iguala,

con los staccati de una bailarina

y las locas fugas de una colegiala.


¡Amoroso pájaro que trinos exhala

bajo el ala a veces ocultando el pico;

que desdenes rudos lanza bajo el ala,

bajo el ala aleve del leve abanico!


Cuando a medianoche sus notas arranque

y en arpegios áureos gima Filomela,

y el ebúrneo cisne, sobre el quieto estanque

como blanca góndola imprima su estela,


la marquesa alegre llegará al boscaje,

boscaje que cubre la amable glorieta,

donde han de estrecharla los brazos de un paje,

que siendo su paje será su poeta.


Al compás de un canto de artista de Italia

que en la brisa errante la orquesta deslíe,

junto a los rivales la divina Eulalia

la divina Eulalia, ríe, ríe, ríe.


¿Fue acaso en el tiempo del rey Luis de Francia,

sol con corte de astros, en campos de azur?

¿Cuando los alcázares llenó de fragancia

la regia y pomposa rosa Pompadour?


¿Fue cuando la bella su falda cogía

con dedos de ninfa, bailando el minué,

y de los compases el ritmo seguía

sobre el tacón rojo, lindo y leve el pie?


¿O cuando pastoras de floridos valles

ornaban con cintas sus albos corderos,

y oían, divinas Tirsis de Versalles,

las declaraciones de sus caballeros?


¿Fue en ese buen tiempo de duques pastores,

de amantes princesas y tiernos galanes,

cuando entre sonrisas y perlas y flores

iban las casacas de los chambelanes?

¿Fue acaso en el Norte o en el Mediodía?

Yo el tiempo y el día y el país ignoro,

pero sé que Eulalia ríe todavía,

¡y es cruel y eterna su risa de oro!


Rubén Darío