POEMA MARINO

 En el puerto azul de tus ojos

hay lluvias de melodiosas luces,

soles aturdidos y velas

pintando su viaje hacia el infinito.

 

En el puerto azul de tus ojos

hay una ventana abierta al mar

y los pájaros ondean en la distancia

buscando islas que aún no han nacido.

 

En el puerto azul de tus ojos

la nieve cae en julio

y los barcos, cargados de turquesas,

inundan el mar sin hundirse.

 

En el puerto azul de tus ojos

corro cual niño por las rocas

aspirando la fragancia del mar

y retorno cual pájaro exhausto.

 

En el puerto azul de tus ojos

sueño con el mar y con los mares,

pesco millones de lunas

y collares de perlas y lirios.

 

En el puerto azul de tus ojos

las piedras susurran por la noche:

¿quién ha ocultado mil poemas

en el cuaderno cerrado de tus ojos?

 

Si yo fuera marinero,

si alguien me diera una barca,

recogería mis velas cada noche

en el puerto azul de tus ojos.

NIZAR QABBANI


Sáficos

 Dulce vecino de la verde selva,

huésped eterno del abril florido,

vital aliento de la madre Venus,

céfiro blando.


Si de mis ansias de amor supiste,

tú que las quejas de mi voz llevaste,

oye, no temas, y a mi ninfa dile,

dile que muero.


Filis un tiempo mi dolor sabía,

Filis un tiempo mi dolor lloraba,

quísome un tiempo, mas agora temo,

temo sus iras.


Así lo dioses con amor paterno,

así los cielos con amor benigno,

nieguen al tiempo que feliz volares

nieve a la tierra.


Jamás el peso de la nube parda,

cuando amenace la elevada cumbre,

toque tus hombros, ni su mal granizo

hiera tus alas.


Esteban Manuel de Villegas

La Rosa Blanca

¿Cuál de las hijas del verano ardiente,

cándida rosa, iguala a tu hermosura,

la suavísima tez y la frescura

que brotan de tu faz resplandeciente?


La sonrosada luz de alba naciente

no muestra al desplegarse más dulzura,

ni el ala de los cisnes la blancura

que el peregrino cerco de tu frente.


Así, gloria del huerto, en el pomposo

ramo descuellas desde verde asiento;

cuando llevado sobre el manso viento


a tu argentino cáliz oloroso

roba su aroma insecto licencioso,

y el puro esmalte empaña con su aliento.


Carolina Coronado

Soneto III - La Primavera

   Sacude abril su fértil cabellera

y el ancho suelo puéblase de flores;

el alba le saluda, y mil colores

en torno brillan de la clara esfera.

   Anuncia alegre el soto y la pradera           

la vuelta de la risa y los amores,

y arroyos, aves, selvas y pastores

cantan la deliciosa primavera.

   Ríe el zagal; alégrase el ganado;

todo el placer de su presencia siente;

el bosque, el río, el páramo, el poblado;

   mas yo, que estoy de mi Pradina ausente,

suspiro solo y de tristeza helado,

cual si bramara el ábrego inclemente.


Juan Nicasio Gallego

La Violeta

Flor deliciosa en la memoria mía,

Ven mi triste laúd a coronar,

Y volverán las trovas de alegría

En sus ecos tal vez a resonar.


Mezcla tu aroma a sus cansadas cuerdas;

Yo sobre ti no inclinaré mi sien,

De miedo, pura flor, que entonces pierdas

Tu tesoro de olores y tu bien.


Yo, sin embargo, coroné mi frente

Con tu gala en las tardes del Abril,

Yo te buscaba a orillas de la fuente,

Yo te adoraba tímida y gentil.


Porque eras melancólica y perdida,

Y era perdido y lúgubre mi amor,

Y en ti miré el emblema de mi vida

Y mi destino, solitaria flor.


Tú allí crecías olorosa y pura

Con tus moradas hojas de pesar;

Pasaba entre la yerba tu frescura

De la fuente al confuso murmurar.


Y pasaba mi amor desconocido,

De un arpa oscura al apagado son,

Con frívolos cantares confundido

El himno de mi amante corazón.


Yo busqué la hermandad de la desdicha

En tu cáliz de aroma y soledad,

Y a tu ventura asemejé mi dicha,

Y a tu prisión mi antigua libertad.


¡Cuántas meditaciones han pasado

Por mi frente mirando tu arrebol!

¡Cuántas veces mis ojos te han dejado

Para volverse al moribundo sol!


¡Qué de consuelos a mi pena diste

Con tu calma y tu dulce lobreguez,

Cuando la mente imaginaba triste

El negro porvenir de la vejez!


Yo me decía: «Buscaré en las flores

Seres que escuchen mi infeliz cantar,

Que mitiguen con bálsamos de olores

Las ocultas heridas del pesar.»


Y me apartaba, al alumbrar la luna,

De ti, bañada en moribunda luz,

Adormecida en tu vistosa cuna,

Velada en tu aromático capuz.


Y una esperanza el corazón llevaba

Pensando en tu sereno amanecer,

Y otra vez en tu cáliz divisaba

Perdidas ilusiones de placer.



Héme hoy aquí: ¡cuán otros mis cantares!

¡Cuán otro mi pensar, mi porvenir!

Ya no hay flores que escuchen mis pesares,

Ni soledad donde poder gemir.


Lo secó todo el soplo de mi aliento,

Y naufragué con mi doliente amor;

Lejos ya de la paz y del contento,

Mírame aquí en el valle del dolor.


Era dulce mi pena y mi tristeza;

Tal vez moraba una ilusión detrás:

Mas la ilusión voló con su pureza;

Mis ojos ¡ay! no la verán jamás.


Hoy vuelvo a ti, cual pobre viajero

Vuelve al hogar que niño le acogió;

Pero mis glorias recobrar no espero,

Sólo a buscar la huesa vengo yo.


Vengo a buscar mi huesa solitaria

Para dormir tranquilo junto a ti,

Ya que escuchaste un día mi plegaria,

Y un ser humano en tu corola vi.


Ven mi tumba a adornar, triste viola,

Y embalsama mi oscura soledad;

Sé de su pobre césped la aureola

Con tu vaga y poética beldad.


Quizá al pasar la virgen de los valles,

Enamorada y rica en juventud,

Por las umbrosas y desiertas calles

Do yacerá escondido mi ataúd,


Irá a cortar la humilde violeta

Y la pondrá en su seno con dolor,

Y llorando dirá: «¡Pobre poeta!

¡Ya está callada el arpa del amor!»


Enrique Gil y Carrasco

Canto a Teresa

 ¿Por qué volvéis a la memoria mía,

Tristes recuerdos del placer perdido,

A aumentar la ansiedad y la agonía

De este desierto corazón herido?

¡Ay! que de aquellas horas de alegría

Le quedó al corazon sólo un gemido,

Y el llanto que al dolor los ojos niegan

Lágrimas son de hiel que el alma anegan.


¿Dónde volaron ¡ay! aquellas horas

De juventud, de amor y de ventura,

Regaladas de músicas sonoras,

Adornadas de luz y de hermosura?

Imágenes de oro bullidoras.

Sus alas de carmín y nieve pura,

Al sol de mi esperanza desplegando,

Pasaban ¡ay! a mi alredor cantando.


Gorjeaban los dulces ruiseñores,

El sol iluminaba mi alegría,

El aura susurraba entre las flores,

El bosque mansamente respondía,

Las fuentes murmuraban sus amores. . .

¡Ilusiones que llora el alma mía!

¡Oh! ¡cuán süave resonó en mi oído

El bullicio del mundo y su ruido!


Mi vida entonces, cual guerrera nave

Que el puerto deja por la vez primera,

Y al soplo de los céfiros suave

Orgullosa despliega su bandera,

Y-al mar dejando que a sus pies alabe

Su triunfo en roncos cantos, va velera,

Una ola tras otra bramadora

Hollando y dividiendo vencedora.


¡Ay! en el mar del mundo, en ansia ardiente

De amor volaba; el sol de la mañana

Llevaba yo sobre mi tersa frente,

Y el alma pura de su dicha ufana:

Dentro de ella el amor, cual rica fuente

Que entre frescuras y arboledas mana.

Brotaba entonces abundante río

De ilusiones y dulce desvarío.


Yo amaba todo: un noble sentimiento

Exaltaba mi ánimo, y sentía

En mi pecho un secreto movimiento,

De grandes hechos generoso guía:

La libertad con su inmortal aliento,

Santa diosa, mi espíritu encendía,

Contino imaginando en mi fe pura

Sueños de gloria al mundo y de ventura.


El puñal de Catón, la adusta frente

Del noble Bruto, la constancia fiera

Y el arrojo de Scévola valiente,

La doctrina de Sócrates severa,

La voz atronadora y elocuente

Del orador de Atenas, la bandera

Contra el tirano Macedonio alzando,

Y al espantado pueblo arrebatando:


El valor y la fe del caballero,

Del trovador el arpa y los cantares,

Del gótico castillo el altanero

Antiguo torreón, do sus pesares

Cantó tal vez con eco lastimero,

¡Ay! arrancada de sus patrios lares,

Joven cautiva, al rayo de la luna,

Lamentando su ausencia y su fortuna:


El dulce anhelo del amor que aguarda,

Tal vez inquieto y con mortal recelo;

La forma bella que cruzó gallarda,

Allá en la noche, entre medroso velo;

La ansiada cita que en llegar se tarda

Al impaciente y amoroso anhelo,

La mujer y la voz de su dulzura,

Que inspira al alma celestial ternura:


A un tiempo mismo en rápida tormenta

Mi alma alborotada de continuo,

Cual las olas que azota con violenta

Cólera impetüoso torbellino:

Soñaba al héroe ya, la plebe atenta

En mi voz escuchaba su destino;

Ya al caballero, al trovador soñaba,

Y de gloria y de amores suspiraba.


Hay una voz secreta, un dulce canto,

Que el alma sólo recogida entiende,

Un sentimiento misterioso y santo,

Que del barro al espíritu desprende;

Agreste, vago y solitario encanto

Que en inefable amor el alma enciende,

Volando tras la imagen peregrina

El corazón de su ilusión divina.


Yo, desterrado en extranjera playa,

Con los ojos extático seguía

La nave audaz que en argentada raya

Volaba al puerto de la patria mía:

Yo, cuando en Occidente el soy desmaya,

Solo y perdido en la arboleda umbría,

Oír pensaba el armonioso acento

De una mujer, al suspirar del viento.


¡Una mujer! En el templado rayo

De la mágica luna se colora,

Del sol poniente al lánguido desmayo

Lejos entre las nubes se evapora;

Sobre las cumbres que florece Mayo

Brilla fugaz al despuntar la aurora,

Cruza tal vez por entre el bosque umbrío,

Juega en las aguas del sereno río.


¡Una mujer! Deslizase en el cielo

Allá en la noche desprendida estrella.

Si aroma el aire recogió en el suelo,

Es el aroma que le presta ella.

Blanca es la nube que en callado vuelo

Cruza la esfera, y que su planta huella.

Y en la tarde la mar olas le ofrece

De plata y de zafir, donde se mece.


Mujer que amor en su ilusión figura,

Mujer que nada dice a los sentidos,

Ensueño de suavísima ternura,

Eco que regaló nuestros oídos;

De amor la llama generosa y pura,

Los goces dulces del amor cumplidos,

Que engalana la rica fantasía,

Goces que avaro el corazón ansía.


¡Ay! aquella mujer, tan sólo aquella,

Tanto delirio a realizar alcanza,

Y esa mujer tan cándida y tan bella

Es mentida ilusión de la esperanza:

Es el alma que vívida destella

Su luz al mundo cuando en él se lanza,

Y el mundo con su magia y galanura

Es espejo no más de su hermosura:


Es el amor que al mismo amor adora,

El que creó las Sílfides y Ondinas,

La sacra ninfa que bordando mora

Debajo de las aguas cristalinas:

Es el amor que recordando llora

Las arboledas del Edén divinas:

Amor de allí arrancado, allí nacido,

Que busca en vano aquí su bien perdido.


¡Oh llama santa! ¡celestial anhelo!

¡Sentimiento purísimo! ¡memoria

Acaso triste de un perdido cielo,

Quizá esperanza de futura gloria!

¡Huyes y dejas llanto y desconsuelo!

¡Oh mujer que en imagen ilusoria

Tan pura, tan feliz, tan placentera,

Brindó el amor a mi ilusión primera! . . .


¡Oh Teresa! ¡Oh dolor! Lágrimas mías,

¡Ah! ¿dónde estáis que no corréis a mares?

¿Por qué, por qué como en mejores días,

No consoláis vosotras mis pesares?

¡Oh! los que no sabéis las agonías

De un corazón que penas a millares

¡Ah! desgarraron y que ya no llora,

¡Piedad tened de mi tormento ahora!


¡Oh dichosos mil veces, sí, dichosos

Los que podéis llorar! y ¡ay! sin ventura

De mí, que entre suspiros angustiosos

Ahogar me siento en infernal tortura.

¡Retuércese entre nudos dolorosos

Mi corazón, gimiendo de amargura!

También tu corazón, hecho pavesa;

¡Ay! llegó a no llorar, ¡pobre Teresa!


¿Quién pensara jamás, Teresa mía,

Que fuera eterno manantial de llanto,

Tanto inocente amor, tanta alegría,

Tantas delicias y delirio tanto?

¿Quién pensara jamás llegase un día

En que perdido el celestial encanto

Y caída la venda de los ojos,

Cuanto diera placer causara enojos?


Aun parece, Teresa, que te veo

Aerea como dorada mariposa,

Ensueño delicioso del deseo,

Sobre tallo gentil temprana rosa,

Del amor venturoso devaneo,

Angélica, purísima y dichosa,

Y oigo tu voz dulcísima, y respiro

Tu aliento perfumado en tu suspiro.


Y aun miro aquellos ojos que robaron

A los cielos su azul, y las rosadas

Tintas sobre la nieve, que envidiaron

Las de Mayo serenas alboradas:

Y aquellas horas dulces que pasaron

Tan breves, ¡ay! como después lloradas,

Horas de confianza y de delicias,

De abandono y de amor y de caricias.


Que así las horas rápidas pasaban,

Y pasaba a la par nuestra ventura;

Y nunca nuestras ansias las contaban,

Tú embriagada en mi amor, yo en tu hermosura.

Las horas ¡ay! huyendo nos miraban,

Llanto tal vez vertiendo de ternura;

Que nuestro amor y juventud veían,

Y temblaban las horas que vendrían.


Y llegaron en fin. . . ¡Oh! ¿quién impío

¡Ay! agostó la flor de tu pureza?

Tú fuiste un tiempo cristalino río,

Manantial de purísima limpieza;

Después torrente de color sombrío,

Rompiendo entre peñascos y maleza,

Y estanque, en fin, de aguas corrompidas,

Entre fétido fango detenidas.


¿Cómo caíste despeñado al suelo,

Astro de la mañana luminoso?

Ángel de luz, ¿quién te arrojó del cielo

A este valle de lágrimas odioso?

Aun cercaba tu frente el blanco velo

Del serafín, y en ondas fulguroso

Rayos al mundo tu esplendor vertía,

Y otro cielo el amor te prometía.


Mas ¡ay! que es la mujer ángel caído,

O mujer nada más y lodo inmundo,

Hermoso ser para llorar nacido,

O vivir como autómata en el mundo.

Sí, que el demonio en el Edén perdido,

Abrasara con fuego del profundo

La primera mujer, y ¡ay! aquel fuego

La herencia ha sido de sus hijos luego.


Brota en el cielo del amor la fuente,

Que a fecundar el universo mana,

Y en la tierra su límpida corriente

Sus márgenes con flores engalana;

Mas, ¡ay! huid: el corazón ardiente

Que el agua clara por beber se afana,

Lágrimas verterá de duelo eterno,

Que su raudal lo envenenó el infierno.


Huid, si no queréis que llegue un día

En que enredado en retorcidos lazos

El corazón, con bárbara porfía

Luchéis por arrancároslo a pedazos:

En que al cielo en histérica agonía

Frenéticos alcéis entrambos brazos,

Para en vuestra impotencia maldecirle,

Y escupiros, tal vez, al escupirle.


Los años ¡ay! de la ilusión pasaron,

Las dulces esperanzas que trajeron

Con sus blancos ensueños se llevaron,

Y el porvenir de oscuridad vistieron:

Las rosas del amor se marchitaron,

Las flores en abrojos convirtieron,

Y de afán tanto y tan soñada gloria

Sólo quedó una tumba, una memoria.


¡Pobre Teresa! ¡Al recordarte siento

Un pesar tan intenso!. . . Embarga impío

Mi quebrantada voz mi sentimiento,

Y suspira tu nombre el labio mío:

Para allí su carrera el pensamiento,

Hiela mi corazón punzante frío,

Ante mis ojos la funesta losa,

Donde vil polvo tu beldad reposa.


Y tú feliz, que hallastes en la muerte

Sombra a que descansar en tu camino,

Cuando llegabas, mísera, a perderte

Y era llorar tu único destino:

Cuando en tu frente la implacable suerte

Grababa de los réprobos el sino;

Feliz, la muerte te arrancó del suelo,

Y otra vez ángel, te volviste al cielo.


Roída de recuerdos de amargura,

Árido el corazón, sin ilusiones,

La delicada flor de tu hermosura

Ajaron del dolor los aquilones:

Sola, y envilecida, y sin ventura,

Tu corazón secaron las pasiones:

Tus hijos ¡ay! de ti se avergonzaran,

Y hasta el nombre de madre te negaran.


Los ojos escaldados de tu llanto,

Tu rostro cadavérico y hundido;

Único desahogo en tu quebranto,

El histérico ¡ay! de tu gemido:

¿Quién, quién pudiera en infortunio tanto

Envolver tu desdicha en el olvido,

Disipar tu dolor y recogerte

En su seno de paz? ¡Sólo la muerte!


¡Y tan joven, y ya tan desgraciada!

Espíritu indomable, alma violenta,

En ti, mezquina sociedad, lanzada

A romper tus barreras turbulenta.

Nave contra las rocas quebrantada,

Allá vaga, a merced de la tormenta,

En las olas tal vez náufraga tabla,

Que sólo ya de sus grandezas habla.


Un recuerdo de amor que nunca muere

Y está en mi corazón; un lastimero

Tierno quejido que en el alma hiere,

Eco süave de su amor primero:

¡Ay! de tu luz, en tanto yo viviere,

Quedará un rayo en mí, blanco lucero,

Que iluminaste con tu luz querida

La dorada mañana de mi vida.


Que yo, como una flor que en la mañana

Abre su cáliz al naciente día,

¡Ay! al amor abrí tu alma temprana,

Y exalté tu inocente fantasía,

Yo inocente también ¡oh! cuán ufana

Al porvenir mi mente sonreía,

Y en alas de mi amor, ¡con cuánto anhelo

Pensé contigo remontarme al cielo!


Y alegre, audaz, ansioso, enamorado,

En tus brazos en lánguido abandono,

De glorias y deleites rodeado,

Levantar para ti soñé yo un trono:

Y allí, tú venturosa y yo a tu lado,

Vencer del mundo el implacable encono,

Y en un tiempo, sin horas ni medida,

Ver como un sueño resbalar la vida.


¡Pobre Teresa! Cuando ya tus ojos

Áridos ni una lágrima brotaban;

Cuando ya su color tus labios rojos

En cárdenos matices se cambiaban;

Cuando de tu dolor tristes despojos

La vida y su ilusión te abandonaban,

Y consumía lenta calentura

Tu corazón al par de tu amargura;


Si en tu penosa y última agonía

Volviste a lo pasado el pensamiento;

Si comparaste a tu existencia un día

Tu triste soledad y tu aislamiento;

Si arrojó a tu dolor tu fantasía

Tus hijos ¡ay! en tu postrer momento

A otra mujer tal vez acariciando,

«Madre» tal vez a otra mujer llamando;


Si el cuadro de tus breves glorias viste

Pasar como fantástica quimera,

Y si la voz de tu conciencia oíste

Dentro de ti gritándote severa;

Si, en fin, entonces tú llorar quisiste

Y no brotó una lágrima siquiera

Tu seco corazón, y a Dios llamaste,

Y no te escuchó Dios, y blasfemaste,

¡Oh! ¡crüel! ¡muy crüel! ¡martirio horrendo!

¡Espantosa expiación de tu pecado!

Sobre un lecho de espinas, maldiciendo,

Morir, el corazón desesperado!

Tus mismas manos de dolor mordiendo,

Presente a tu conciencia tu pasado,

Buscando en vano, con los ojos fijos,

Y extendiendo tus brazos a tus hijos.


¡Oh! ¡crüel! ¡muy crüel! … ¡Ay! yo entre tanto

Dentro del pecho mi dolor oculto,

Enjugo de mis párpados el llanto

Y doy al mundo el exigido culto:

Yo escondo con vergüenza mi quebranto,

Mi propia pena con mi risa insulto,

Y me divierto en arrancar del pecho

Mi mismo corazón pedazos hecho.


Gocemos, sí; la cristalina esfera

Gira bañada en luz: ¡bella es la vida!

¿Quién a parar alcanza la carrera

Del mundo hermoso que al placer convida?

Brilla ardiente el sol, la primavera

Los campos pinta en la estación florida:

Truéquese en risa mi dolor profundo. . .

Que haya un cadáver más ¿qué importa al mundo?

José de Espronceda





Déjame sueltas las manos

Déjame sueltas las manos
y el corazón, déjame libre!
Deja que mis dedos corran
por los caminos de tu cuerpo.
La pasión —sangre, fuego, besos—
me incendia a llamaradas trémulas.
Ay, tú no sabes lo que es esto!

Es la tempestad de mis sentidos
doblegando la selva sensible de mis nervios.
Es la carne que grita con sus ardientes lenguas!
Es el incendio!
Y estás aquí, mujer, como un madero intacto
ahora que vuela toda mi vida hecha cenizas
hacia tu cuerpo lleno, como la noche, de astros!

Déjame libre las manos
y el corazón, déjame libre!
Yo sólo te deseo, yo sólo te deseo!
No es amor, es deseo que se agosta y se extingue,
es precipitación de furias,
acercamiento de lo imposible,
pero estás tú,
estás para dármelo todo,
y a darme lo que tienes a la tierra viniste—
como yo para contenerte,
y desearte,
y recibirte!

Pablo Neruda

Es como una Marea

Es como una marea, cuando ella clava en mí
sus ojos enlutados,
cuando siento su cuerpo de greda blanca y móvil
estirarse y latir junto al mío,
es cómo una marea, cuando ella está a mi lado.

He visto tendido frente a los mares del Sur,
arrollarse las aguas y extenderse
inconteniblemente,
fatalmente
en las mañanas y al atardecer.

Agua de las resacas sobre las viejas huellas,
sobre los viejos rastros, sobre las viejas cosas,
agua de las resacas que desde las estrellas
se abre como una inmensa rosa,
agua que va avanzando sobre las playas como
una mano atrevida debajo de una ropa,
agua internándose en los acantilados,
agua estrellándose en las rocas,
agua implacable como los vengadores
y como los asesinos silenciosa,
agua de las noches siniestras
debajo de los muelles como una vena rota,
como el corazón del mar
en una irradiación temblorosa y monstruosa.

Es algo que me lleva desde adentro y me crece
inmensamente próximo, cuando ella está a mi lado,
es cómo una marea rompiéndose en sus ojos
y besando su boca, sus senos y sus manos.

Ternura de dolor, y dolor de imposible,
ala de los terribles deseos,
que se mueve en la noche de mi carne y la suya
con una aguda fuerza de flechas en el cielo.

Algo de inmensa huida,
que no se va, que araña adentro,
algo que en las palabras cava tremendos pozos,
algo que contra todo se estrella, contra todo,
como los prisioneros contra los calabozos!

Ella, tallada en el corazón de la noche,
por la inquietud de mis ojos alucinados:
ella, grabada en los maderos del bosque
por los cuchillos de mis manos,
ella, su goce junto al mío,
ella, sus ojos enlutados,
ella, su corazón, mariposa sangrienta
que con sus dos antenas de instinto me ha tocado!

Pablo Neruda

Otra no Amo

Tú, en cambio, sí que podrías quererme;
tú, a quien no amo.
A veces me quedo mirando tus ojos, ojos grandes, oscuros;
tu frente pálida, tu cabello sombrío,
tu espigada presencia que delicadamente se acerca en la tarde, sonríe,
se aquieta y espera con humildad que mi palabra le aliente.
Desde mi cansancio de otro amor padecido
te miro, oh pura muchacha pálida que yo podría amar y no amo.
Me asomo entonces a tu fina piel, al secreto visible de
tu frente donde yo sé que habito,
y espío muy levemente, muy continuadamente, el brillo rehusado de tus ojos,
adivinando la diminuta imagen palpitante que de mí sé que llevan.
Hablo entonces de ti, de la vida, de tristeza, de tiempo...,
mientras mi pensamiento vaga lejos, penando allá donde vive
la otra descuidada existencia por quien sufro a tu lado.

Al lado de esta muchacha veo la injusticia del amor.
A veces, con estos labios fríos te beso en la frente, en súplica
helada, que tú ignoras, a tu amor: que me encienda.
Labios fríos en la tarde apagada. Labios convulsos, yertos, que tenazmente ahondan
la frente cálida, pidiéndole entero su cabal fuego perdido.
Labios que se hunden en tu cabellera negrísima,
mientras cierro los ojos,
mientras siento a mis besos como un resplandeciente cabello rubio donde quemo mi boca.
Un gemido, y despierto, heladamente cálido, febril, sobre el brusco negror que, de pronto, en tristeza a mis labios sorprende.

Otras veces, cerrados los ojos, desciende mi boca triste
sobre la frente tersa,
oh pálido campo de besos sin destino,
anónima piel donde ofrendo mis labios como un aire sin vida,
mientras gimo, mientras secretamente gimo de otra piel que quemara.

Oh pálida joven sin amor de mi vida,
joven tenaz para amarme sin súplica,
recorren mis labios tu mejilla sin flor,
sin aroma, tu boca sin luz,
tu apagado cuello que dulce se inclina,
mientras yo me separo, oh inmediata que yo no pido,
oh cuerpo que no deseo,
oh cintura quebrada, pero nunca en mi abrazo.
Echate aquí y descansa de tu pálida fiebre.
Desnudo el pecho, un momento te miro.

Pálidamente hermosa, con ojos oscuros,
semidesnuda y quieta, muda y mirándome,
¡Cómo te olvido mientras te beso! El pecho
tuyo mi labio acepta, con amor, con tristeza.
Oh, tú no sabes... Y doliente sonríes.
Oh, cuánto pido que otra luz me alcanzase.

Vicente Aleixandre

Vino, primero, pura

Vino, primero, pura,
vestida de inocencia.
Y la amé como un niño.

Luego se fue vistiendo
de no sé qué ropajes.
Y la fui odiando, sin saberlo.

Llegó a ser una reina,
fastuosa de tesoros…
¡Qué iracundia de yel y sin sentido!

…Mas se fue desnudando.
Y yo le sonreía.

Se quedó con la túnica
de su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.

Y se quitó la túnica,
y apareció desnuda toda…
¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!

Juan Ramón Jimenez

Rima XII

Porque son, niña, tus ojos
verdes como el mar, te quejas;
verdes los tienen las náyades,
verdes los tuvo Minerva,
y verdes son las pupilas
de las hurís del Profeta.

El verde es gala y ornato
del bosque en la primavera.
Entre sus siete colores
brillante el Iris lo ostenta.
Las esmeraldas son verdes,
verde el color del que espera,
y las ondas del océano,
y el laurel de los poetas.

Es tu mejilla temprana
rosa de escarcha cubierta,
en que el carmín de los pétalos
se ve a través de las perlas.

              Y sin embargo,
              sé que te quejas,
              porque tus ojos
              crees que la afean.
              Pues no lo creas.
Que parecen tus pupilas
húmedas, verdes e inquietas,
tempranas hojas de almendro
que al soplo del aire tiemblan.

Es tu boca de rubíes
purpúrea granada abierta,
que en el estío convida
a apagar la sed con ella.

              Y sin embargo,
              sé que te quejas
              porque tus ojos
              crees que la afean.
              Pues no lo creas.
Que parecen, si enojada
tus pupilas centellean,
las olas del mar que rompen
en las cantábricas peñas.

Es tu frente que corona
crespo el oro en ancha trenza,
nevada cumbre en que el día
su postrera luz refleja.

              Y sin embargo,
              sé que te quejas
              porque tus ojos
              crees que la afean.
              Pues no lo creas.
Que entre las rubias pestañas,
junto a las sienes, semejan
broches de esmeralda y oro
que un blanco armiño sujetan.

Porque son, niña, tus ojos
verdes como el mar, te quejas;
quizás si negros o azules
se tornasen, lo sintieras.

Gustavo Adolfo Becquer

Amante agradecido a las lisonjas mentirosas de un sueño.

¡Ay, Floralba! Soñé que te ... ¿Dirélo?
Sí, pues que sueño fue: que te gozaba.
¿Y quién, sino un amante que soñaba,
juntara tanto infierno a tanto cielo?

Mis llamas con tu nieve y con tu hielo,
cual suele opuestas flechas de su aljaba,
mezclaba Amor, y honesto las mezclaba,
como mi adoración en su desvelo.

Y dije: «Quiera Amor, quiera mi suerte,
que nunca duerma yo, si estoy despierto,
y que si duermo, que jamás despierte».

Mas desperté del dulce desconcierto;
y vi que estuve vivo con la muerte,
y vi que con la vida estaba muerto.

Francisco de Quevedo

Soneto amoroso

Esa color de rosa, y azucena,
y este mirar sabroso, dulce, honesto,
y este hermoso cuello blanco, inhiesto,
y boca de rubís, y perlas llena.

La mano alabastrina, que encadena
al que más contra amor está dispuesto;
y el más libre, y tirano presupuesto
destierra de las almas, y enajena.

Era rica, y hermosa primavera,
cuyas flores de gracias, y hermosura
ofenderlas no puede el tiempo airado.

Son ocasión que viva yo, y que muera,
y son de mi descanso, y mi ventura
principio, y fin, y alivio del cuidado.

Francisco de Quevedo

A Lisi, que su cabello rubio tenía sembrados claveles carmesíes por el cuello

Rizas en ondas ricas del rey Midas,
Lisi, el acto precioso, cuanto avaro;
arden claveles en su cerco claro,
flagrante sangre, espléndidas heridas.

Minas ardientes, al jardín unidas,
son milagro de amor, portento raro,
cuando Hibla matiza el mármol paro
y en su dureza flores ve encendidas.

Esos que en tu cabeza generosa
son cruenta hermosura y son agravio
a la melena rica y victoriosa,

dan al claustro de perlas, en tu labio,
elocuente rubí, púrpura hermosa,
ya sonoro clavel, ya coral sabio.

Francisco de Quevedo