La Rosa Blanca

¿Cuál de las hijas del verano ardiente,

cándida rosa, iguala a tu hermosura,

la suavísima tez y la frescura

que brotan de tu faz resplandeciente?


La sonrosada luz de alba naciente

no muestra al desplegarse más dulzura,

ni el ala de los cisnes la blancura

que el peregrino cerco de tu frente.


Así, gloria del huerto, en el pomposo

ramo descuellas desde verde asiento;

cuando llevado sobre el manso viento


a tu argentino cáliz oloroso

roba su aroma insecto licencioso,

y el puro esmalte empaña con su aliento.


Carolina Coronado

Soneto III - La Primavera

   Sacude abril su fértil cabellera

y el ancho suelo puéblase de flores;

el alba le saluda, y mil colores

en torno brillan de la clara esfera.

   Anuncia alegre el soto y la pradera           

la vuelta de la risa y los amores,

y arroyos, aves, selvas y pastores

cantan la deliciosa primavera.

   Ríe el zagal; alégrase el ganado;

todo el placer de su presencia siente;

el bosque, el río, el páramo, el poblado;

   mas yo, que estoy de mi Pradina ausente,

suspiro solo y de tristeza helado,

cual si bramara el ábrego inclemente.


Juan Nicasio Gallego

La Violeta

Flor deliciosa en la memoria mía,

Ven mi triste laúd a coronar,

Y volverán las trovas de alegría

En sus ecos tal vez a resonar.


Mezcla tu aroma a sus cansadas cuerdas;

Yo sobre ti no inclinaré mi sien,

De miedo, pura flor, que entonces pierdas

Tu tesoro de olores y tu bien.


Yo, sin embargo, coroné mi frente

Con tu gala en las tardes del Abril,

Yo te buscaba a orillas de la fuente,

Yo te adoraba tímida y gentil.


Porque eras melancólica y perdida,

Y era perdido y lúgubre mi amor,

Y en ti miré el emblema de mi vida

Y mi destino, solitaria flor.


Tú allí crecías olorosa y pura

Con tus moradas hojas de pesar;

Pasaba entre la yerba tu frescura

De la fuente al confuso murmurar.


Y pasaba mi amor desconocido,

De un arpa oscura al apagado son,

Con frívolos cantares confundido

El himno de mi amante corazón.


Yo busqué la hermandad de la desdicha

En tu cáliz de aroma y soledad,

Y a tu ventura asemejé mi dicha,

Y a tu prisión mi antigua libertad.


¡Cuántas meditaciones han pasado

Por mi frente mirando tu arrebol!

¡Cuántas veces mis ojos te han dejado

Para volverse al moribundo sol!


¡Qué de consuelos a mi pena diste

Con tu calma y tu dulce lobreguez,

Cuando la mente imaginaba triste

El negro porvenir de la vejez!


Yo me decía: «Buscaré en las flores

Seres que escuchen mi infeliz cantar,

Que mitiguen con bálsamos de olores

Las ocultas heridas del pesar.»


Y me apartaba, al alumbrar la luna,

De ti, bañada en moribunda luz,

Adormecida en tu vistosa cuna,

Velada en tu aromático capuz.


Y una esperanza el corazón llevaba

Pensando en tu sereno amanecer,

Y otra vez en tu cáliz divisaba

Perdidas ilusiones de placer.



Héme hoy aquí: ¡cuán otros mis cantares!

¡Cuán otro mi pensar, mi porvenir!

Ya no hay flores que escuchen mis pesares,

Ni soledad donde poder gemir.


Lo secó todo el soplo de mi aliento,

Y naufragué con mi doliente amor;

Lejos ya de la paz y del contento,

Mírame aquí en el valle del dolor.


Era dulce mi pena y mi tristeza;

Tal vez moraba una ilusión detrás:

Mas la ilusión voló con su pureza;

Mis ojos ¡ay! no la verán jamás.


Hoy vuelvo a ti, cual pobre viajero

Vuelve al hogar que niño le acogió;

Pero mis glorias recobrar no espero,

Sólo a buscar la huesa vengo yo.


Vengo a buscar mi huesa solitaria

Para dormir tranquilo junto a ti,

Ya que escuchaste un día mi plegaria,

Y un ser humano en tu corola vi.


Ven mi tumba a adornar, triste viola,

Y embalsama mi oscura soledad;

Sé de su pobre césped la aureola

Con tu vaga y poética beldad.


Quizá al pasar la virgen de los valles,

Enamorada y rica en juventud,

Por las umbrosas y desiertas calles

Do yacerá escondido mi ataúd,


Irá a cortar la humilde violeta

Y la pondrá en su seno con dolor,

Y llorando dirá: «¡Pobre poeta!

¡Ya está callada el arpa del amor!»


Enrique Gil y Carrasco