Tus ojos,
bella Flora, soberanos,
y la bruñida
plata de tu cuello,
y ese,
envidia del oro, tu cabello,
y el marfil
torneado de tus manos,
no fueron,
no, los que de tan ufanos
cuanto unos
pensamientos pueden sello,
hicieron a
los míos, sin querello,
tan a su
gusto victorioso llanos.
Tu alma fue
la que venció la mía,
que,
expirando con fuerza aventajada
por ese
corporal apto instrumento,
se lanzó
dentro de mí, donde no había
quien
resistiese al vencedor la entrada,
porque tuve
por gloria el vencimiento.
Francisco de Medrano